Este "caballero" que observan en la foto es un escritor que anda suelto por alla por las Españas , dotado de un talento literario extraordinario . Para muestra un boton . Les ofrezco una de sus composiciones que llevadas por una latiente nostalgia paceñisima nos brinda el primo Sebastian .
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• La Paz, con mucho gusto.
De los cinco sentidos que gobiernan mi memoria, el del gusto es, quizás, el que mejor se asocie a un estilo de vida en una determinada época. Durante la década del 60 La Paz vibraba exultante de capitalidad, se prodigaba en su vertiginoso ascenso arquitectónico y remozaba también su aroma vernacular. Su más pura esencia criolla se iba amalgamando con las fragancias de la modernidad en una especie de sincretismo oloroso que llegaba a delimitar la casta de variopintas vecindades. Miraflores olía a kiosco salteñero matinal, a marraqueta con miel, a k´aucas de tiendita de la esquina, a sándwich de chola y al incombustible humito de sus inefables anticuchos de las tardes domingueras. Obrajes a eucalipto, Calacoto a chicharrón, San Francisco a jugo de frutas, coca quina y tojorí, la Sagárnaga a sahumerio. El centro histórico más a dulce y a café. Sopocachi pastelero, cómo no, pero también a kollana; a embutidos, llauchas y a sarnitas de las cinco.
Iban llegando, entonces, nuevos humos y costumbres. Al comienzo de la 6 de Agosto, cerca de la radio Méndez, la familia Palza introdujo en Bolivia la americana hamburguesa y su afamado milk shake, en un local a la usanza del país del norte: el "snack shopp". Allí experimentamos en carne propia nuevas sensaciones gustativas proveniente de los gringos. La carne molida, aderezada con ajo y perejil en medio de un panecillo blando adornado con semillas de centeno, dos hojitas de lechuga una pizca de pepinillo y una raja de tomate, montado por una tira de chedar y muy regado de ketchup, mayonesa y mostaza. Empaquetado en papel de estraza, acompañaba a ese "todo en uno" un puñado de papitas fritas "caseras" servidas en envase de cartón, como el vaso del refresco que completaba el ofertón. Los Palza, con una gran visión comercial y sobre todo con mejor audacia agresiva para comenzar a romper las formas en aquella parada del colectivo azul de la línea 2, contribuyeron definitivamente a imponer el fast foot entre la "societé" capitalina de entonces. Más tarde, proliferaron imitaciones versátiles de marcado criollismo por las esquinas, portales y kioscos de las más transcurridas calles de la ciudad. En muchos pórticos de emblemáticos edificios, a la entrada de inmuebles oficiales o simplemente junto al ingreso principal de algunos comercios, pequeños hornillos eléctricos emitían vapores esenciales que nos avisaban de salteñas, pucacapas y hamburguesas al paso, conviviendo golosamente con caramelos, chicles, sodas, cigarrillos y prensa de toda laya.
También en la 6 de Agosto, junto a las gradas jardineras de enfrente del cine del mismo nombre, se solía apostar un carrito salchichero que retuvo, en su momento, la gloria gastronómica de los mejores perritos calientes de la city. Salchichas hervidas, gordas y selectas, descansando sobre el alargado panecillo blando, bañado por salsas múltiples, con el toque alto y preciso del ají picante, para coronar el todo una generosa porción de finísima papita frita. Era el remate perfecto de una matinée de fin de semana antes de volver a casa.
El cine, claro que sí, también tenía su aquello en los aromas sutiles que envolvía el patio de butacas. Desde la popular "pasank´alla" al vulgar D´onofrio compitiendo con el selecto "pop corn" enmantequillado y el aburguesado "Rolo" chocolatero, los ruidos de celofán, además de colapsar otros sentidos, llamaban a rebato olfativo y despertaban nuestros juveniles e impenitentes jugos gástricos. Porque entonces así entendíamos el ver buen cine; batiendo la mandíbula en armoniosa sintonía con la trama de ficción. Y si por casual intuición íbamos acompañados de pareja pololera, bien sabrosas las mentitas, picajosas las pendejas, que para beso de rechupete, de "Sugus" y de "Baazocas" olíamos hasta el copete.
Caminar por El Prado no era andar, era pasear esperando no pisar cuanto residuo de melcocha o arroz confitado alfombrase mi camino, productos dulces y gominosos que sembraban los mocosos a su paso por mi lado. Algodón de dulce, celeste o rosado, posado en mi hombro por desafortunado descuido. Palomas intransigentes las de la plaza Murillo, ansiosas de migajas y sobrones de cucurucho, que atacan sin piedad a mis arvejas tostadas. Al final de la Bush, detrás del monumento, ¡vaya tufo el del cuerillo! Y en Alasitas las pasas, orejones y roscones; las sin par manzanas garapiñadas y el api con empanadas. Sopaipillas, choclo con quesillo, tojorí que te ví, por la Oyustus advertí, con aferrado buen tino, que no hay rincón paceño que no reclame su sino, su gracia y su prestancia, sin el gusto sentido de su esencia.